¿CÓMO “APRENDER HACIENDO”…, EN FILOSOFÍA?
Por Alejandro Sarbach
En entradas anteriores (“El maestro artesano 2” y “Diario de clase 6: sentido y motivación”) comenté dos significados posibles de la difundida consigna “aprender haciendo”: como propuesta de actividades que ejemplifican o facilitan el aprendizaje de contenidos fijos y pre-establecidos, o bien como promoción de actividades de investigación realizadas de manera autónoma y creativa por los estudiantes. Entre otras razones que me llevan a optar por el segundo significado –y a ser críticos con el primero–, está sobre todo el convencimiento de que con ello se consigue un aumento considerable de los aprendizajes, al tiempo que se incrementa en los alumnos la motivación para su desarrollo.
Si bien esta idea está referida a cualquier tipo de aprendizaje, me
interesa reflexionar sobre lo que la expresión “aprender haciendo”
–desde el segundo significado propuesto quizá ahora sería más adecuado
convertir la consigna en “aprender creando”– puede implicar
específicamente en la asignatura de filosofía. Traducida esta inquietud
en una pregunta: ¿cómo convertir la clase de filosofía en una suerte de
taller en el que se realicen experiencias filosóficas autónomas y creativas?
Una de las dificultades para responder a esta cuestión reside en la
intangibilidad de la materia y del producto que se intenta construir en
nuestro taller. En un taller de alfarería la materia utilizada
suele ser barro y el producto por ejemplo vasijas. ¿Y en un taller
filosófico, cuál es la materia y cuáles los productos? Se me ocurre que
una posible respuesta, sin descartar otras seguramente acertadas, podría
ser que la experiencia humana en general, incluido naturalmente el
pensamiento, constituye la materia, y el producto su autoconsciencia
reflexiva y crítica. “Aprender haciendo” en filosofía supondría aceptar
que pensar también es hacer; que el acto de pensar puede convertirse en experiencia,
y que esto ocurre cuando el propio pensamiento se convierte en objeto
de reflexión, y su resultado la producción de ideas críticas y
argumentos creativos.
Hace un tiempo escribí en una entrada de este blog
sobre posibles grados de la actividad filosófica en nuestras clases. Me
permito reproducir aquellas ideas, introduciendo ahora algunas
modificaciones:
1º grado: Entender la clase de filosofía como espacio de transmisión académica de información.
2º grado: Realizar una transmisión activa o reflexiva,
mediante la cual se simula una cierta actividad filosófica, pero
siempre a partir de los contenidos de la tradición o del currículum
oficial, y con la finalidad de favorecer su comprensión.
3º grado: Promover una construcción filosófica,
en la cual los alumnos investigan sobre sus propias ideas, utilizando
como herramientas privilegiadas los contenidos curriculares.
4º grado: Posibilitar la autoconciencia de la actividad del pensar,
en la que ya no sólo se piensa en qué, sino también en cómo se está
pensando, y en el hecho mismo de estar haciéndolo; lo cual
inevitablemente nos sumerge en “aguas emocionales” –con esto último me
estoy refiriendo a los aspecto relacionales o contextuales del
pensamiento, vinculados también con la imaginación o la creatividad– En
este grado los contenidos curriculares son un instrumento para suscitar
la investigación, y el material privilegiado es el aportado por las
propias referencias de los estudiantes.
El carácter relacional de este cuarto grado me lleva a la pregunta sobre si no podríamos concebir un quinto, en el cual la autoconciencia se hace colectiva: comienza a pensarse en el hecho de estar pensando con otros, de estar participando de un pensamiento conectivo,
abierto y complejo. Experiencia que es reconocida cuando, por ejemplo,
nos damos cuenta que luego de un trabajo cooperativo, una investigación
compartida o sencillamente un diálogo intenso, nuestros puntos de vista
se han modificado o enriquecido alcanzando perspectivas más amplias o
complejas.
La descripción de este posible itinerario progresivo en la
construcción en el aula de una comunidad de investigación no deja de ser
una abstracción o una representación ideal a la que quizás deberíamos
aspirar. Se trata ahora de preguntarnos por aquellos elementos concretos
a tener en cuenta para articular en clase con los alumnos experiencias
de aprendizaje filosófico. Considero que habría que considerar al menos
cuatro:
- La formulación de problemas filosóficos, que surgen del trabajo que realiza el grupo como “comunidad de investigación”, y que, para subrayar su carácter instrumental y dinamizador, he denominado “núcleos de significación”. Es el principio del trabajo filosófico, en sus dos significados: como punto de partida, y también como fundamento que lo justifica. En última instancia puede decirse que el diseño curricular de la asignatura acaba reduciéndose a un recorrido que contiene sucesivos abordajes de núcleos problemáticos o de significación. Una perspectiva diferente de la tradicional, la cual entiende el currículum sobre todo como transmisión de contenidos y no como investigación sobre problemas. Trabajar con núcleos de significación significa transformar la información en preguntas, y la preguntas en hipótesis de investigación. Un libro de texto o un manual de filosofía están llenos de información. También lo están muchos sitios web. ¿Esto quiere decir que hay que renunciar a los manuales o a las web estáticas? El problema no está en los manuales sino en el uso que hacemos de ellos, por ejemplo, cuando de la información sólo pasamos a la transmisión y de allí a su aprendizaje memorístico. Pero también es posible utilizar los contenidos para cuestionarlos, para descubrir preguntas, para desencadenar investigaciones.
- Esto nos lleva al segundo aspecto a tener en cuenta. Formular preguntas o investigar, implica resistir a la tendencia “natural” que se impone al pensamiento: la que lleva a dar por bueno todo aquello que proviene de la autoridad, de las tradiciones consolidadas, o sencillamente la confianza ingenua en lo aparente; la más de las veces por lo que esto comporta de comodidad, pereza o incluso ausencia de coraje o de compromiso ante las consecuencias de un pensamiento diferente. Promover en los estudiantes esta resistencia es lo que se suele entender como desarrollo del pensamiento crítico, una expresión que por estar excesivamente utilizada en todos los diseños curriculares quizá ha ido perdiendo su real significado. Se trata de recuperarlo de su opacidad retórica para ponerlo en el corazón mismo de la orientación metodológica que se intente aplicar en la clase de filosofía. Trabajar el pensamiento crítico de una manera real y concreta creo que sólo es posible poniendo como material priorizado de investigación en clase los propios esquemas de referencias de los alumnos. Esos esquemas que se fueron construyendo individualmente a partir de la experiencia socializadora a lo largo de sus historias personales. La educación transmisiva desconoce y obvia estos esquemas, pretende acumular contenidos por encima de ellos. Una educación reflexiva y crítica los remueve, reflexiona sobre ellos, levanta sus prejuicios y estereotipias, promueve su transformación.
- El tercer aspecto a tener en cuenta en el “quehacer filosófico” en el aula es la utilización de su herramienta fundamental: el lenguaje; es decir, la competencia lógica, la corrección del pensamiento y de su expresión. Entiendo que proponer la adquisición de habilidades argumentativas como un aspecto diferenciado puede llevar a concebir una poco adecuada separación entre pensamiento y lenguaje. El esfuerzo por mejorar las formas de argumentación mejoran la calidad del pensamiento, y viceversa. Por otra parte, dicha separación también conlleva el riesgo de abordar la cuestión argumentativa en clase desde una perspectiva estrictamente formal o instrumental, desintegrándola de las formas más creativas o emocionales de expresión.
- Los modelos de la tradición filosófica (pensamiento por analogía) Este cuarto aspecto sea posiblemente el que tengo menos definido. Surge en relación a una pregunta que considero importante en el contexto de la didáctica de la filosofía: ¿cuál debe ser la conexión a establecer entre las referencias intelectuales y emocionales de los estudiantes y los contenidos propuestos por la tradición filosófica? Pregunta cuyas posibles respuestas podrían ser tres: las referencias “pre-filosóficas” de los estudiantes deben ser tenidas en cuenta para asegurar un aprendizaje significativo de los contenidos, o bien, los contenidos son una herramienta puesta al servicio de la investigación reflexiva sobre las referencias propias, o quizás una combinación de ambas posibilidades. Posiblemente no se trate tanto de hacer una opción didáctica, sino más bien de reconocer que existe una tensión entre dos prioridades: el conocimiento de la tradición y el desarrollo del pensamiento propio, y ver que la decantación hacia uno u otro sentido tiene efectos diferenciados en las formas de orientar nuestro trabajo en el aula. Últimamente he comenzado a investigar la posibilidad de aproximarnos al pensamiento de los autores buscando analogías entre la forma de su contenido y las formas que tenemos habitualmente para resolver problemas o interpretar realidades. La forma lógica de la analogía, de ser un recurso argumentativo en un sentido estricto, pasaría a ser un dinamizador de la investigación. Seguramente que alguna vez nos ha pasado que leyendo algún ensayo, sin que tenga relación directa con su contenido, ha aparecido en nuestra mente la solución de un problema o se nos ha ocurrido un nuevo enfoque para abordar una cuestión que nos venía pre-ocupando. No había una relación directa, e incluso las temáticas en cuestión eran absolutamente discontinuas, sin embargo la argumentación del autor que leíamos despertó un nuevo pensamiento. Esto se da porque a pesar de haber una distancia en la materia o en los contenidos, seguramente existe una analogía argumental que desde un pensamiento lejano nos moviliza un pensamiento próximo. A esto le he llamado pensamiento por analogías (no digo “analógico” para no confundir con la idea contrapuesta de lo “digital”), el cual se podría promover en clase mediante una aproximación hermenéutica a los autores o a los textos (Ver: Formatos (1): análisis y comentario de textos). Una vez presentado y leído un texto, por ejemplo, la pregunta central no sería: ¿Qué nos quiere decir el autor? o ¿Cómo se relaciona el texto con su pensamiento o el resto de su obra?, sino más bien: ¿Qué hemos pensados mientras leíamos? ¿Qué nos ha sugerido? ¿Con qué idea o experiencia personal lo relacionaríamos?
El trabajo sobre estas cuatro cuestiones apuntaría a promover en los
alumnos al menos tres actitudes de carácter transversal que considero
fundamentales; y que, de poder ser así, justificarían una respuesta
positiva a la no poco frecuente pregunta por el sentido o la utilidad de
la clase de filosofía en la secundaria:
- La curiosidad y la escucha: considerar a los demás como fuentes de inspiración y enriquecimiento.
- La empatía: comprender y respetar las perspectivas diferentes a las propias.
- El relativismo: reconocer la posibilidad permanente del error, e incluso de su valor positivo.
Soy consciente de que lo que aquí estoy proponiendo ya ha sido
expuesto muchas veces y con mayor rigor y fundamento teórico, o
sostenido por el análisis de experiencias ya consolidadas. Un amplio
repertorio bibliográfico lo confirma. Si es así, ¿por qué volver a
hacerlo? Es que me he propuesto establecer una suerte de programa de
trabajo que deseo desarrollar a través del estudio de esas propuestas y
experiencias ya realizadas, y sobre todo compartir y profundizarlas con
más docentes que pudieran estar interesados en ello.
Resumiendo todo lo anterior, este programa de trabajo inicialmente
contaría con cuatro recorridos posibles que podrían llevar los
siguientes títulos:
- Investigación filosófica: núcleos de significación.
- Pensamiento crítico: esquemas de referencia.
- Competencias lógicas y expresivas: argumentación.
- Tradición y pensamiento propio: analogías.